jueves, diciembre 21, 2006

La Plaza de Valença

Miguel Rodríguez - miguelroot@yahoo.com



La niña observaba cómo aquella extraña de ojos rasgados dibujaba su nombre en la lámina con animales, flores y caracteres orientales volando concertadamente como a muchos nos gustaría en la vida, con orden, armonía y espacio.

Mientras, una pareja se resolvía vendiendo globos multicolor de caballos, cebras y jirafas que se movían dócil y uniformemente a tenor de la ráfaga de viento. El tipo tenía pinta de alcohólico, de desajustado, con pelo muy rizado y cara demasiado enrojecida para su edad, cualquiera que ésta fuera, y vestía una camiseta de un color difícil de determinar y unos pantalones que serían de hippie si no fuera porque sus rotos no eran provocados. Ella, sin más, era distinta; parecía sacada de una foto de familia durante la conquista de la frontera del oeste americano, en blanco y negro, cuando todas las mujeres tenían rasgos severos y ropas y vidas deshilachadas por igual. Así era ella, igual de adusta, pero en color. Su cara era recia, angulosa y como de minero, y amarraba aquel rebaño de globos mientras atendía al afán del hombre por dar cuerda cada poco a unos ciclistas chinos de latón que, ante la mínima piedrecita, cambiaban solos de dirección en busca de nuevos horizontes más allá de la acera.

Sostenía en el regazo a un niño de cerca de un año que lloraba como una cebra y gesticulaba tratando de llamar su atención. En un momento dado y ante la insistencia de éste, se sacó un pecho y le puso a mamar, lo que calmó inmediatamente su ansiedad; al hacerlo cubrió la cabeza del pequeño y su propio pecho con la capucha del vestido del niño, con un gesto íntimo, de privacidad e infinitamente femenino. Miraba a su alrededor con una cierta ausencia, de vez en cuando sonreía como sin motivo, o se llevaba la punta de los dedos a la barbilla, con la mano ligeramente doblada al canto, como las mujeres refinadas. Y entonces lo entendí: ella le quería; con toda seguridad sus vidas eran lo suficientemente duras para no ser románticas y, pese a ello, así es como ella le quería; le deseaba de una manera agreste, no sofisticada y directa. Tímidamente se acercó alguien y compró uno de los globos.

Su hijo mamaba y trataba de seguir las migraciones de las cebras que gobernaba la mano de su madre, con sus ciclistas chinos de latón explorando el mundo al soniquete de una música a destiempo, una niña que recibe su nombre de mano de un extranjero que desconoce su idioma y, al paso, una multitud inconsciente de toda la escena: quizás porque nunca se enmarañaron en un amor desajustado y de frontera, ni leyeran historias de la China; puede incluso que hayan olvidado cómo fueron en blanco y negro, y si alguna vez acaso se quisieron salvajes. Aun peor, igual hasta nunca aprendieron a andar en bici al son de una música infantil – a destiempo, sí, como casi todo en la vida – más allá de la acera, persiguiendo a aquella jirafa voladora que seguía incansable el más tenaz de los ciclistas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Queridos amigos de la Revista Amalgama, os deseo que paséis unas entrañables fiestas navideñas y que el 2007 os traiga muchos éxitos y un merecido reconocimiento a vuestra estupenda labor literaria. Un fuerte abrazo.
Comella
http://guallavitoclub.blogia.com

Anónimo dijo...

asi es les deseo lo mismo a todo mundo y porsupuesto a la revista amalgama,feliz 2007 aúnque llego un poco tarde,
www.oktomanota.com
saludosss